Durante la madrugada del 13 al 14 de marzo de 1978 la muerte sobrevino a Agustín Rueda en la enfermería de la cárcel de Carabanchel.
Era anarquista y horas antes había recibido un “apaleamiento
generalizado, prolongado, intenso y técnico” a manos de sus carceleros.
Morir es siempre una fatalidad sin sentido, a los mártires termina
siempre por sepultarles el olvido. Pero a mí no me cabe duda de que más
allá de vagas abstracciones como las “ideas” o la “libertad”, hay cosas
por las que merece incluso jugarse la vida. Cosas de tan aplastante
materialidad como no delatar a tus compañeros acusados de excavar un
túnel para fugarse de una mazmorra cavernosa.
Agustín Rueda no tenía pasta de mártir, amaba intensamente la vida y esperaba coger el último vagón
con el que despedirse de Carabanchel. En aquella celda Agustín sabía
que se moría sin remedio, era aún peor la rabia contenida que el intenso
dolor. ACTUALIZADO 17/03/2013: A través del podcast La muerte de Agustín Rueda o el lado oscuro de la Transición desde Radio Onda Expansiva
podremos tener acceso a una entrevista realizada a un antiguo miembro
de COPEL sobre las circunstancias que rodearon la muerte de Agustín
Rueda.
“Del túnel ese yo no sé nada”, fueron las únicas palabras que profirió Alfredo Casal Ortega
durante el interrogatorio al que el jefe de servicio de la prisión de
Carabanchel le estaba sometiendo aquella tarde del 13 de marzo de 1978.
Pero la representación fatal en la que se veía arrastrado apenas si
acababa de empezar. En la rotonda situada justo en frente de las celdas
casi subterráneas de la prisión madrileña conocidas como la perra chica
en el argot carcelario, y que hasta hacía no demasiado tiempo había
servido para que los condenados a muerte consumiesen sus últimas horas,
para él daba comienzo el interrogatorio de verdad.
Ese mismo día hacia las dos de la tarde lo habían sacado de su celda,
el cuerpo de carceleros había descubierto en el comedor de una de las
galerías un túnel de casi 40 metros con el que a modo de butrón algunos
presos planeaban fugarse. Desde aquel momento la tensión había ido en
aumento en el penal. Los recios muros de Carabanchel parecían latir
acompasados como la respiración última de un animal malherido. Desde
luego la tarde venía cargada de presagios.
Nada más entrar en la perra chica supo por primera vez en su vida lo
que era el miedo. Diez funcionarios descamisados le esperaban en aquella
lúgubre estancia con las porras de goma encima de la mesa y con clara
disposición de comenzar el interrogatorio. Eran los mismos que más
tarde volvería a reconocer una y mil veces en diversas ruedas de
reconocimiento.
-A fin de cuentas tuve suerte- nunca se ha cansado de repetir Alfredo
Casal desde aquel entonces. Su peculiar descenso a los infiernos
terminó de improviso cuando el jefe de servició entró en la sala: “Dejad
a éste, ya tenemos todos los detalles que nos interesan sobre quiénes
han abierto el túnel.» De aquella celda Alfredo salió con «claras
huellas longitudinales y en forma transversal, de las, al parecer,
marcas dejadas sobre su tórax por las llamadas defensas de goma
empleadas contra el declarante; intenso hematoma en región superior
nasal y cuencas orbitales, y huellas congestivas en ambas manos».
Habían sido 8 los elegidos para aquel especial tratamiento técnico. No
todos tendrían su misma suerte.
Ahora, dolorido por la incesante descarga de porrazos que acaba de
recibir, vegetaba en una de aquellas mazmorras en las que tiempo atrás
otros muchos habían pasado la noche en vela esperando su turno. Quizás
el destino le deparaba aquella misma celda en la que en agosto de 1963 Francisco Granado y Joaquín Delgado,
también jóvenes y anarquistas como él mismo, habrían de transcurrir sus
últimas horas aguardando al artesanal mecanismo del garrote.
El ruido estrepitoso de la cancela lo sacó de sus cavilaciones. Ya no
estaba solo. Junto a él, pero con evidentes muestras de haber sufrido
un brutal ensañamiento, se encontraba Agustín Rueda. No hacía mucho que
se conocían, aquella sería sin embargo la última noche que pasasen
juntos.
A principios de enero, y sin que sus abogados tuviesen ninguna
información al respecto, Agustín Rueda había llegado a Carabanchel
proveniente del penal de Figueres. Nada más aterrizar se había dedicado
en cuerpo y alma a las labores de agitación que realizaba la COPEL (Coordinadora de Presos en Lucha)
que por aquel entonces trataba de sacar a la luz las reivindicaciones
de los presos por unas mejores condiciones de vida sin hacer demasiadas
distinciones entre los políticos y los denominados comunes.
No era la primera vez que se encontraba preso. Con apenas 25 años
Agustín Rueda había sido detenido en una manifestación que demandaba
mejoras sociales en la colonia obrera de Sallent y trasladado a la
modelo de Barcelona. Su significación en los conflictos sociales y el
apoyo tiempo atrás a la huelga de los mineros habían terminado por
convertirle en un autentico apestado para las “fuerzas vivas” de su
pueblo. En Sallent todas las puertas se le cerraban sin ningún
miramiento así que una vez terminada la mili, y sin posibilidad de poder
encontrar trabajo, se decidió cruzar los Pirineos.
En Perpiñán había entrado en contacto con exiliados anarquistas
aventurándose a atravesar varias veces más la frontera en diversas
misiones de propaganda. Su especial naturaleza no le dejaba parar
quieto, desde muy joven se había politizado no por una idea abstracta de
libertad o al albur de las protestas de mayo del 68 como había sucedido
con otros. No. Él sabía lo que era sufrir la miseria en carne propia y
el ansía de transformar la triste realidad que le rodeaba había
incendiado desde siempre su cabeza.
En la ciudad francesa termino por instalarse justo en la parte superior de la librería libertaria “La Española” hasta que una bomba hizo añicos el establecimiento.
Agustín ignoraba que en su núcleo más cercano los servicios de
información postfranquistas habían colocado un infiltrado, una práctica
común que la policía de la recién estrenada democracia había heredado
del régimen anterior.
Gracias a su ascendente familiar, Antonio Soler
logró vincularse al movimiento libertario en Montpellier trabajando
desde ese momento en estrecho contacto con la guardia civil. Con el
tiempo, y debido a la alarma que despertaron muchas de sus actuaciones,
acabó descubriéndose su vinculación con la colocación de diversos
artefactos explosivos en locales antifranquistas del sur de Francia. Sin
embargo, nada de esto sospechaba el grupo del que formaba parte el
joven libertario cuando decidió realizar la que sería a la postre su
última incursión a través de los Pirineos.
En febrero de 1977 la guardia civil lo estaba esperando gracias a un
chivatazo. Tras el registro de sus macutos aparece cierta cantidad de
armas y explosivos que Agustín Rueda no reconoce como suyos. Sea como
fuere, junto con otros compañeros será detenido y acusado de pertenecer a
los Grupos Autónomos que se disponían a realizar acciones armadas en
España. Curiosamente el tal Antonio Soler saldrá indemne del viaje
regresando sin problemas a Francia. En los años ochenta, y ante el
requerimiento del por entonces Ministro del Interior Rodolfo Martín Villa
para que volviese a España con el objetivo de rendir cuentas sobre sus
actividades, al personaje parece entrarle miedo. Duda de qué es lo que
podría pasarle, no sabe a quién temer más, si a sus antiguos compañeros o
a los hombres del ministro. Y en estas sale por la tangente, reconoce
públicamente ser un colaborador de los servicios secretos franceses
bajo cuya protección decide acogerse.
Aquel fornido muchacho catalán que yacía junto a él no era ni un
pardillo ni tampoco era la primera a vez que tenía que lidiar con
situaciones parecidas. Entre los gemidos quejumbrosos que llegaban
provenientes de las celdas contiguas apenas pudo escucharle decir que no
sentía los pies mientras se retorcía de dolor. A voces trató de avisar a
los médicos sin obtener ninguna respuesta. “Le empecé a realizar
masajes para intentar reactivar la circulación sanguínea, pero era
inútil, ya que cada vez la insensibilidad iba en aumento y poco a poco
dejó de sentir las piernas. Sobre las tres y media, de rodillas para
bajo no sentía nada. Fue el momento en que llegaron los dos médicos de
la prisión, llamados Barrigow y Casas, que entraron en la celda y a los
que expliqué los síntomas que padecíamos”.
Pero sorprendentemente aquel par de médicos sacaron unas agujas que
clavaron en el cuerpo de Agustín Rueda, e incluso hicieron chanzas a su
costa -esto chaval, es que has cogido humedad mientras excavabas el
túnel-. Pero Agustín sabía que para él las horas estaban contadas. Al
poco rato unos desconocidos bajaron a la celda y lo trasladaron todavía
con vida a la enfermería del penal donde la muerte le sobrevendría de
madrugada “Apaleamiento generalizado, prolongado, intenso y técnico”,
dejaba dicho la autopsia. Años más tarde el famoso cantautor Chico Sanchez Ferlosio llegaría a preguntar a quien estuviese dispuesto a escucharle: “¿Hay
libertad?; ¡Qué libertad!/ Lo sacan de la cárcel para ir al hospital./
¿Hay libertad?; ¡Qué libertad!/ Agustín por buscarla, miradlo como
está”.
Esa misma noche el teléfono del juzgado de guardia resonó con maquinal insistencia. Desde la otra línea Eduardo Cantos, director de la cárcel de Carabanchel, anuncia la muerte del recluso Agustín Rueda Sierra, al parecer “se ha caído por las escaleras”.
El juez parece dudar por momentos, alguien especula que por otro
conducto le había llegado ya una versión contradictoria. Inmediatamente
acompañado del secretario del juzgado el fiscal y el médico forense se
trasladan al hospital de Carabanchel. Tomará declaración a los siete
reclusos lesionados, a los responsables de la prisión y a los
funcionarios de servicio que quedan procesados ingresando poco después
en la prisión de Segovia de la que salen en libertad bajo fianza en
menos de un año.
Agustín Rueda había dejado profunda huella en su Sallent natal. Los
mineros de la colonia se declararon en huelga en respuesta a su muerte.
En Madrid y Barcelona la agitación se sucedía sin descanso.
Pocos días después Jesús Haddad Blanco, Director
General de Instituciones Penitenciarias, es ametrallado por un comando
de los GRAPO (Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre).
Para los siete presos comienza un periplo carcelario en el que se suceden diversos traslados. A Alfredo Casal Ortega y Pedro García Peña, que habían identificado a sus torturadores en varias ruedas de reconocimiento les estaba reservada la prisión de máxima seguridad de Herrera de la Mancha. A las pocas semanas de su traslado el abogado de Alfredo da la voz de alarma –“Ya
no era el mismo, incluso había cambiado físicamente. Del joven animoso
que yo recordaba, me encontraba sentado frente a un ser desmoralizado
que solo respondía a mis preguntas con evasivas”-
Alfredo comunicó a su abogado que quería retirar la denuncia contra
los funcionarios de Carabanchel. Todavía este no lo sabía, pero nada más
llegar a Herrera de la Mancha el jefe de servicios le había recibido
personalmente.: “Bueno, bueno, vamos a leer juntos estos papeles que tiene aquí y al final ya veremos qué pasa”. Mientras leía en silencio el jefe de servicios le atravesaba con la mirada. “Ya ha terminado, ¿no?. Empiece a comérselos. Mastique y trague.» «Yo no me como nada», contestó. «Que no, ¿eh? … “ A golpes y con la ayuda de un botijo le hicieron tragarse literalmente sus denuncias.
Pedro García Peña se retractó igualmente de sus declaraciones
argumentando que si había denunciado a los funcionarios era porque había
estado amenazado de muerte por la COPEL, “pero que ahora en Herrera
de la Mancha “he sentido una intranquilidad de conciencia que me hace
declarar la verdad para que no paguen por un delito personas que no lo
cometieron”.
Los curioso efectos el de la tristemente célebre prisión de máxima
seguridad hicieron sospechar al juez que citó a declarar a ambos. El
diario El País, recogió en 1980 la conversación entre Pedro García y el
juez: “Ante la insistencia de su señoría sobre si eran ciertas las
declaraciones que había firmado en su escrito de renuncia, Pedro
contestó: «Si yo he hecho cuatro declaraciones en un sentido y ahora
escribo otra diciendo todo lo contrario, al poco tiempo de ingresar en
Herrera, saque usted sus propias conclusiones, señor juez.» «Bueno, pero
¿son ciertas o no?, quiero que tú me lo digas», insistía el magistrado
Luis Lerga. «Sí, claro», respondía Pedro, usted quiere que yo se lo
diga, pero después el que vuelve a Herrera soy yo…”. Finalmente,
denunció que las torturas sufridas en Herrera le habían obligado a
desdecirse de las acusaciones, lo mismo que declaró Alfredo Casal.
Diez años después de su muerte, y justo cuando el grupo de rock Barricada popularizaba aquello de rueda Rueda, en la rueda,
la Audiencia Provincial de Madrid celebraba la vista oral en la que se
condenaba al director de Carabanchel, los diez carceleros y a los dos
médicos, a entre ocho y diez años de prisión. Ninguno llegaría a estar
más de ocho meses encerrado.
La muerte es siempre un acontecimiento fatal sin sentido, nisiquera
los mártires se libran del olvido. Pero Agustín Rueda nunca quiso ser un
martir, amaba profundamente la vida. Esperaba coger el ultimo vagón que
lo sacara de una vez por todas de Carabanchel. Prefirió callar que
delatar a sus compañeros de viaje y por eso se ensañaron con su cuerpo.
Ni todos los golpes del mundo hubiesen conseguido hacerle pronunciar
palabra. Lo dejaron tendido en la celda y el sabía que se moría.
Modesto Agustí
-“A 35 años del asesinato en prisión de Agustín Rueda” Publicación Anarquista Todo por Hacer. Madrid. Marzo de 2013.
-Prades, J. “La extraña muerte de Agustín Rueda” El País. 27-01-1980
-J. Alcalde, J. “Los servicios secretos en España. La represión contra el movimiento libertario (1936-1995)” Theoria-Universidad Complutense. Madrid. 2008.
-“Subirse al tejado con la COPEL” entrevista a Manuel Martínez en Radio Onda Expansiva. Marzo 2012
Publicado por Diario de Vurgos .
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